jueves, 3 de marzo de 2011

Et in sempiternum pereant




Jamás sería reconocido como Doctor, y nunca lo fue. Nadie con ese titulo llegó a tumbar en el panorama de la comunicación norteamericana tantas barreras de la práctica periodística de forma tan salvaje, excéntrica e inútil como Hunter S. Thompson. Más allá de su tibia juventud que comenzó en julio de 1937, despuntó un hombre interesado en la cultura y sus formas de expresión de un continente por el que demostró una atracción natural, en especial reflejada en sus primeros movimientos y trabajos como estudiante y periodista –en 1953, con 16 años, pasó a pertenecer a una importante asociación literaria americana, la Athenaeum Literary Association, que parió, entre otros, al primer editor de Rolling Stone-.
Tras una condena de 60 días ese mismo año por un delito menor en Kentucky, Hunter flirteó brevemente con el sacrosanto ejército de los EE.UU. Apenas dos o tres años después de recibir su entrenamiento básico, sus aspiraciones a piloto militar desembocaron en una época de primeros contactos con el periodismo escrito. En las idas y venidas administrativas del personal militar fue destinado a Florida, donde trabajó como editor de deportes en el periódico de una base. Alrededor de 1958 se trasladó a la Costa Este, al Nueva York de los 50, la gran loncha luminosa. Durante esta época trabajó para Time como chico de las copias mientras empapaba su mente de la esencia literaria Beat que bañaba todavía la Costa Este. Alen Ginsberg, Jack Kerouac, y el creador de Tarzán de los Monos se convirtieron en sus guías de actualidad espiritual mientras se inflaba a copiar las grandes obras de los iconos de la Generación Perdida. ¿Dónde comenzaba su amor por EE.UU. y su incipiente excentricidad? John Dos Passos, Hemingway, Fitzgerald, Anderson, Tennesse Williams…aquel estudio debía despedir un olor acre, las yemas tostadas de un estadounidense impredecible y patriótico que replicaba literatura nacional a todo trapo.
Su proverbial irritabilidad le llevó a ser despedido de Times en 1959, y, antes del término de ese año, otros incidentes laborales basados en su carácter le catapultaron más allá de lo que hasta entonces habían sido sus fronteras, a San Juan (Puerto Rico). En aquel pedrusco trabajo como colaborador y editor de dos periódicos locales. Es en esta época exótica de su vida cuando se fecha la creación de su novela “El diario del ron”, inspirada en sus experiencias en Puerto Rico (inédita hasta 1998). Aquí escribió también pequeños relatos sin éxito ni reconocimiento posterior.
El tour por su amado continente no se quedó en el Big Sur y el gran mordisco del Caribe. Entre 1961 y 1963, Thompson viajó dejando un rastro de contribuciones en periódicos tanto nativos –en Brasil- como nacionales –fue corresponsal en Rio de Janeiro para el National Observer durante un breve periodo de tiempo-. En 1963 volvió casado a EE.UU. y continuó trabajando en el National Observer hasta que en 1965 -el mismo año del nacimiento de su único hijo, Juan Fitzgerald Thompson- Hunter se traslada a San Francisco. Este cambio sustituyó la calma intelectual de Nueva York por los primeros jugueteos serios del periodista con las drogas. Al otro lado de los EE.UU, la gran exportadora de saxofonistas bullía en los albores del movimiento hippie. Los grandes arquitectos de la ola lisérgica tomaban posiciones, y mientras los gurús de la contracultura como Tim Leary y Ken Kesey robaban miles de dosis de LSD de laboratorios de química universitarios y centros de investigación privados, Hunter acometió sus primeros delirios creativos con narcóticos de alta potencia. La adicción virtual a la mescalina, el LSD, la cocaína, la marihuana y los narcóticos legales de farmacia se convirtieron en un ritual necesario para Hunter en su creación literaria. Los revolcones desorientados en moquetas de hoteles y los desayunos con ron miel y marihuana se convirtieron en su filosofía de trabajo. A esta época (1965-1970), pertenecen sus relatos más estridentes y su arriesgada crónica sobre las bandas de motoristas en California: Los Ángeles del Infierno, una extraña y terrible saga, una de sus grandes obras.
Con el cambio de década y la vuelta resacosa a una América que cargaba los pulmones con nuevo conservadurismo, llegaron las grandes obras literarias de Hunter y su titulo de Doctor Gonzo. Este pseudónimo fue el resultado de un capricho personal por el título de Doctor y la fascinación que su método de trabajo despertó en un periodista que se cruzó en el camino de Thompson por 1968: Bill Cardoso. Y así nació la idea del periodismo Gonzo: subjetividad próxima y agobiante hacía los hechos, buena retórica y precisión de un periodista avezado y entregas fuera de plazo en hojas de bloc arrancadas a todo correr. Rojo de rabia hacia el país que tanto amaba, buscando un refugio lejos del infierno Nixon, las revueltas universitarias, la violencia racista de la policía de California y la Guerra de Vietnam, en 1971 Thompson viajó a Las Vegas cargado de estupefacientes acompañado por un abogado y escritor chicano llamado Oscar Zeta Acosta. Por entonces, Thompson colaboraba para la revista Sports Illustrated, y un breve reportaje fotográfico sobre una carrera de motos en el desierto de Nevada fue pretexto suficiente para escapar de la presión de Los Angeles, donde entonces residía. Aquella aventura tal vez fue la expresión más sórdida y sonada del periodismo Gonzo, en parte gracias a su doble publicación en la revista Rolling Stone.
Su periodismo político más ácido paso con la década de los setenta, la pesadilla de Vietnam y el caso Watergate. El ala política más conservadora de EE.UU hacia costra de Oeste a Este, revitalizada tras la ola hippie. La década de los ochenta desdibujó definitivamente la famosa personalidad de Hunter S. Thompson. Su escritura se centró en las colaboraciones esporádicas y los relatos rabiosos que ya acostumbraba a publicar. Uno de los pocos volúmenes de valor de esta época fue la antología de relatos y reportajes “La gran caza del tiburón”. Publicada en 1979, es la primera obra en la que el autor juguetea con la idea del suicidio. La nueva realidad norteamericana adquirió tonalidades extrañas para alguién que todavía podía discernir que Era Alguién en el pasado reciente de su país. Las colaboraciones como mero invitado en radio y televisión siguiendo la estela rígida de los grandes acontecimientos de actualidad aderezaron su última época, con un pie en el cuarto de los trastos viejos del periodismo. Algo nuca será motivo de duda: incluso en sus últimas apariciones públicas, demostró siempre su aprecio impertérrito por su país, las drogas y las armas. Su tercer gran amor le costó el divircio con la vida. En febrero de 2005 Thompson se colgó para siempre el pase de prensa de un disparo a la cabeza. El eco del arma de fuego  sería breve en su casa de Colorado, pero su hijo Juan pronto lo comunicó a los medios en un breve comunicado familiar. No hubo carta de suicidio, solo una nota escrita días antes llena de ánimos: “Relax…this won´t hurt”.
Alejandro Corral

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